En estos tiempos de confrontación económica internacional, mucho se habla de cómo China, en apenas 40 años, se ha colocado en el primer lugar entre los países con altos niveles de comercio internacional de bienes y servicios, y la segunda economía global.

El proceso de transformación, iniciado a mediados de 1979, cuando prácticamente era una nación semifeudal con más del 90 % de la población en la pobreza extrema, ha dado frutos y hoy tienen un sistema socialista con economía de mercado que ha logrado nivelar calidad de vida, acceso a programas sociales, desarrollo económico acelerado y competitividad internacional.

A inicios de este siglo, teniendo como antecedentes su propia historia, retomaron la Ruta de la Seda para llevar su comercio al resto del mundo ampliando sus mercados y compitiendo con las principales potencias: Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, Francia, Japón.

Sus vínculos dentro de los BRICS; la asociación de naciones en vías de desarrollo más prósperas, a la que también se integran Rusia, India, Brasil y Sudáfrica; les ha permitido estrechar lazos de colaboración económica, cooperación e inversión en todos los continentes, ampliando su mercado desde, y hasta esas naciones y el resto del mundo.

Con una cultura milenaria de respeto al trabajo, laboriosidad, seriedad en los negocios y una política exterior de no injerencia en los asuntos internos de otros países, China ha demostrado cómo, desde una economía planificada se puede transformar la realidad de un país, al punto que hoy más del 95 % de su población salió de la pobreza extrema, con niveles de vida medios y altos, y tienen como objetivo para el 2030 convertirse en la primera economía mundial; algo que no le gusta al imperio, pero ya tendrán que acostumbrarse.

Prueba de la paranoia al gobierno norteamericano y el temor a dejar de ser la primera economía mundial, es la actual decisión de incrementar de forma exponencial los aranceles a la importación de bienes provenientes de China.

Según anunció el presidente Joe Biden en un comunicado en la Casa Blanca, nuevos aranceles por valor de 18 mil millones de dólares se impondrán a las importaciones desde el gigante asiático.

La medida arancelaria afecta a productos como el acero, aluminio, los semiconductores, los vehículos y baterías eléctricas, paneles solares, productos médicos y otros que la administración Biden calificó como vitales para el futuro y la seguridad nacional de Estados Unidos.

Este último cartelito, el de la seguridad nacional, siempre lo incluyen cuando quieren que el electorado vea como enemigo al país al cual sancionan, porque tal disposición no es otra cosa que una sanción en el campo de lo económico.

Con ello pretenden reducir a todo costo el comercio con un país que ha ocupado mercados importantes en el comercio interno de la nación norteña.

A los vehículos eléctricos, por ejemplo, un mercado en ascenso y que China ha ocupado, le aumentan los gravámenes un 100 %; si se tiene en cuenta que las exportaciones de vehículos eléctricos de China a Estados Unidos crecieron un 70 % de 2022 a 2023, evaluemos entonces la magnitud de esta medida.

En el sector de la energía renovable, los aranceles subirán este 2024 de un 25 a un 50 %, y así con otros productos.

Por supuesto que esto provoca una respuesta; ya el gobierno de Pekín ha implementado contramedidas que incluyen más gravámenes a productos norteamericanos, desencadenando así una guerra comercial en momentos en que se exacerba la crisis económica internacional, y el electorado norteamericano y sus impuestos sufragan el costo de las guerras en Ucrania, Israel, el Medio Oriente.

Ahora los productos made in China incrementarán los precios en el mercado norteño, y no precisamente por causa de los chinos.

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